El mayor seguimiento hecho a cetáceos muestra su lucha por sobrevivir en el mar contaminado.
“Preservar las ballenas no es una alternativa o una cuestión de divinidad. Cuando levantan sus colas o dan brincos inusuales mar adentro, nos están indicando que son más que una buena postal. En esos momentos de éxtasis y de impresión, cada una es un termómetro con señales sobre la salud de los mares”.
Diego Taboada no exagera. Después de más de 20 años observándolas y vigilando su comportamiento, este biólogo sabe lo que dice. Las ballenas, como él bien afirma, no son un mero accidente oceánico.
“Migran, dominan territorios inmensos y se reproducen en áreas que están a miles de kilómetros de aquellas en donde se alimentan. Por eso, si las ballenas en un sitio de cría muestran signos de desnutrición, esto indica que algo está sucediendo en sus áreas de alimentación. Pero si tienen altos niveles de contaminantes en sus tejidos, esto es un indicador de polución en el mar”.
Pero no solo son bioindicadores, como este argentino lo explica. Existen, por ejemplo, para ayudarnos a regular el clima del planeta. Lo hacen cuando comen plancton, esos pequeños seres que flotan en el agua salada. Lo que pasa es que ellas, a su vez, reciclan el hierro presente en este alimento y lo convierten en fertilizante para crear nuevas porciones de estos microorganismos capaces de capturar tanto dióxido de carbono como los bosques de la Tierra (aproximadamente un millón de toneladas al año).
Al saber todo esto, una frase más de Taboada adquiere sentido: “Protegerlas es una causa hermosa. Y si las cuidamos y de paso trabajamos por preservar su medioambiente, nos estamos protegiendo también a nosotros mismos”.
Él le cuenta a EL TIEMPO que lleva más de 25 años en esa misión como fundador del Instituto de Conservación de Ballenas (ICB) –del que ahora es presidente–, una organización que se ha instalado en los mares del sur del continente, más precisamente en la península Valdés, en plena Patagonia, para ejercer una labor que más parece una misión de espionaje.
A través de fotografías e imágenes aéreas, Taboada y su equipo han logrado captar 155.000 imágenes de 2.850 ballenas diferentes de la especie franca austral, lo que convierte a este trabajo en el más riguroso que se haya hecho en el mundo para seguir el rastro de cetáceos.
Es una labor de ‘fotoidentificación’ que ha permitido seguir a algunas de las ballenas por más de 30 años y que acaba de recibir el premio de la Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento, uno de los más prestigiosos del planeta, en la categoría de Conservación de la biodiversidad en Latinoamérica.
Todo comenzó en 1970, cuando el estadounidense Roger Payne, uno de los más prestigiosos investigadores de ballenas de la historia y fundador de la organización Ocean Alliance, descubrió que cada ballena franca austral tiene en su cabeza unas callosidades que no varían con los años y que permiten individualizarlas, como las huellas dactilares en los humanos. Basados en ese hallazgo, nació este proyecto.
Con la identificación de aquellos individuos con fotografías tomadas a distancia y sin invadir su espacio con lanchas u otras estrategias de aproximación, el ICB ha monitoreado fenómenos biológicos únicos.
Uno de los más impactantes es el ataque de gaviotas a las ballenas vivas, para alimentarse de su piel. Una madre y su cría pueden ser atacadas por cuatro o cinco gaviotas, que alcanzan a introducir en sus lomos todo el pico para atravesar la dermis y consumir su grasa.
Esto les implica un mayor gasto de energía durante la lactancia, lo que perjudica la supervivencia de los ballenatos.
El gobierno de esta provincia propuso un plan que consistía en eliminar a las gaviotas de cualquier forma, incluso a punta de disparos con escopeta, una estrategia que aún es discutida y no avalada por los científicos.
También han podido descubrir los efectos del cambio climático sobre su reproducción. Con cuatro décadas de seguimiento, han concluido que el mar ha incrementado su temperatura y se han reducido las porciones de kril (crustáceos), otro de los alimentos preferidos de las ballenas, con lo que la cantidad de nacimientos por temporada también ha bajado.
A esto se suman los choques con grandes barcos (la principal causa de muerte de las ballenas), las señales de sonares que perjudican sus desplazamientos, las mallas de arrastre que usa la pesca industrial, en las que quedan enredadas hasta morir ahogadas, así como los desperdicios y residuos biológicos que todos los días caen al mar sin ser filtrados y que les causan enfermedades. La contaminación, dentro de poco –dicen las investigaciones–, reemplazará al arpón como la siguiente amenaza mortal para las ballenas.
La población mundial de cetáceos de la especie franca austral era de entre 55.000 y 70.000 individuos antes de la cacería comercial, que se intensificó poco antes de la primera mitad del siglo XX. Hoy, a pesar de que las poblaciones se recuperan a una tasa del 5,1 por ciento, tras más de 70 años de protección internacional, se calcula que la población no supera las 17.000 en todo el Hemisferio Sur. En la península Valdés se pasó de 400 ballenas en 1970 a 4.000 en el 2011.
“Las ballenas llenan nuestra alma de inspiración y respeto por el mundo natural. Sin embargo, esa virtud no las libra de enfrentar todas estas amenazas que requieren el trabajo de muchas organizaciones del continente. El esfuerzo no puede ser local, debe ser global”, dice Taboada.
Pero así como hay muchos problemas detectados, también se han conocido secretos asombrosos, como que las crías o ballenatos heredan de sus madres la localización de las zonas de alimentación en el Atlántico Sur.
Como seguramente lo ha hecho Alfonsina, una ballena que fue fotografiada por el ICB por primera vez en 1972 y que se volvió a ver en el 2008, lapso en el que ha tenido 10 hijos. O como Antonia, a la que se le conocen cuatro hermanos, o Serena, fotografiada por primera vez en 1971, con 8 hijos, y que fue captada nuevamente en el 2011, con lo que se podría decir que ya pasó la barrera de los 40 años.
Josefina es otra de las consentidas del programa, ya que fue vista por primera vez en 1973 y en 1987 se le vio en el sur de Brasil, a más de 2.000 kilómetros de su hogar.
Como ellas, hay muchas que han sido bautizadas y rastreadas para que no guarden tantos secretos. “Ellas son apenas la punta de un gran iceberg de conocimientos que estamos empeñados en descubrir, por el bien de ellas y de nuestros hijos”.
JAVIER SILVA HERRERA